UNA PEQUEÑA REVOLUCIÓN

Volvemos a recuperar recortes del pasado. Esta vez, se trata de una crónica que escribí para el máster de periodismo. Recién acabada la pandemia, cuando todavía llevábamos mascarillas y no sabíamos cuando volveríamos a la normalidad, una pequeña comunidad de vecinos decidió unirse para luchar contra un enemigo en común: una chimenea.


Cuando fui a una de las numerosas manifestaciones que organizaron, no esperaba para nada encontrarme con este caos y desorganización. Pero tampoco con personas tan entrañables que, por cierto, finalmente consiguieron detener el plan de la construcción de la macrococina.


Aquí os dejo la crónica, enjoy it.


***


Los vecinos de la calle Felipe de Paz se manifiestan contra las macrococinas fantasma 


Jueves, 15 de abril del 2021. 18:40. En la tranquila Plaza Comas del barrio de Les Corts empieza a llegar gente: cazuelas, cucharas, bocinas, pancartas y silbatos. Al norte se encuentra el Ayuntamiento de les Corts, de estilo renacentista. Lo preside un balcón reforzado por barandas de hierro con motivos caracoleados. De este cuelga un cartel en el que se lee ENS EN SORTIREM. Un arcoíris de pintura acrílica lo enmarca. Detrás, pilares artificiales de estilo jónico y arriba, un frontón triangular con figuras talladas que envuelven el escudo del distrito. La belleza de la fachada impostada pierde su espectacularidad al compararlo con el resto del edificio: sobrio y contemporáneo. Enfrente del ayuntamiento se encuentra la estatua del pagès Pau Farinetes, oda al pasado agrícola del barrio. Desde lejos y con su barretina de cobre se confunde entre la gente. Sin saberlo, será el espectador de una pequeña revolución.

    A las 18:45 llegan las insurgentes: Lydia y Ana. Se colocan ante el grupo. Lo observan. La media de edad de este no bajará de los sesenta y cinco. El grupo no serán más de veinte y se conocen entre todos. Ana mira el reloj. Las 18:49. Mira a su alrededor e hincha los pulmones de aire para soltar un:

—¡A MOLESTAAAR! ¡NO ES NO! ¡NO A LAS MACROCOCINAS!


Tres,

dos,

uno.


Empieza el combate sonoro: cucharas chocando contra cazuelas y cazos, tapas de aluminio colisionando, silbidos, silbatos, bocinas penetrantes. Al lado de Farinetes hay una decena de vallas de metal que los manifestantes no dudan en usar como arma sonora. Algunos agarran las vallas por los extremos y las mueven de un lado para otro, agitando extremadamente su crujiente cuerpo. En frente, un grupo de ancianas-kamikaze deciden tirarse sobre estas para colaborar en el tumulto metálico. Para la sorpresa de todos, provocan un estruendo muy efectivo.

    El ruido llama la atención y empiezan a llegar curiosos. Richard, estudiante y vecino del barrio, se acerca a Lydia. El joven, considerablemente más alto que su receptora, inclina la cabeza hacia ella y un mechón de pelo se le mete entre las gafas. Tras apartarse el pelo con el dedo índice pregunta que por qué hacen todo esto. Señala la pancarta que Lydia lleva en la mano izquierda. En esta, se ve un fantasma vestido con un gorro de cocinero y una chimenea humeante envueltos por una señal de prohibido.

    Lo que sucede es que, el 18 de marzo los vecinos de la calle de Felipe de Paz se despertaron con una nueva inquilina: una chimenea. Esta está en una pequeña nave que, hasta hace unos meses, era una tienda perteneciente a la casa de modas Gloria Estellé. La nave, un trozo de masilla minúsculo en comparación a los edificios que le rodean, la alquiló la empresa Cooklane para construir una macrococina fantasma. 

—Las macrococinas son fábricas de menús a domicilio. —contesta Lydia, alzando la aguda voz entre el barullo— Una empresa alquila un local y monta cocinas a cantidades industriales para cocinar platos a domicilio... Se ha puesto de moda con la pandemia. A mí me da igual lo que hagan, pero que no me pongan la chimenea al lado de casa. Yo lucho para que tiren la chimenea, no la queremos aquí, que se la lleven a la zona industrial o algo. 

    Como Community Manager por vocación y representante social del movimiento vecinal, decidió crear un perfil en todas las redes sociales para informar de la desesperación de los vecinos. Al fin y al cabo, ella era la mas joven del grupo. Está enormemente orgullosa de que se le acerquen curiosos a preguntar por la lucha. Tras informar al estudiante, le da la espalda sin despedirse, saca el móvil y graba la pequeña revolución con orgullo, sus gafas de sol recogen su pelo castaño con una permanente intacta, lleva la pancarta bajo el sobaco y un collar de plata 925 con su propio nombre centelleando en el pecho. 

   

Quince minutos después del inicio de la revolución llega una furgoneta de la guardia urbana. La puerta del Ayuntamiento, que lleva cerrada desde las 18:45, se abre para dejar paso a Sara, gerente del distrito. Lleva un vestido ceñido gris con detalles blancos y unas gafas rectangulares, pequeñitas pero llamativas, de pasta roja. Se acerca a Ana. Le dice recelosa que no tienen permiso para hacer la manifestación. Habla con el agente y corrobora su sentencia. Ana tiene casi sesenta años pero nunca lo llegará a admitir. Solo deja ver su edad cuando se compara con su compañera combatiente "Lydia, que yo soy mayor, ¡pero mira que energía tengo!’’. Es, digamos, la portavoz oficial del movimiento. Es muy menuda, pero no le hace falta altura para hacerse ver. U oír. Con su pelo rubio teñido, su peinado corte-long-bob, no tiene miedo a nadie: ni de la gente del ayuntamiento, ni de sus vecinos. Solo tiene miedo a una cosa. Al dinero. Ante la inevitable multa, a las 19:05, tras quince minutos de combate sonoro, la líder decide finalizar la protesta:

—Nos han oído. Han cerrado la puerta, incluso. ¡Ya hemos hecho mucho! A la próxima: volveremos—. Pese a llevar una chaqueta fucsia neón de terciopelo barato, el bullicio tapa por completo su presencia. No le hace falta. Su voz carrasposa llega a todos los rincones de la plaza.

Los manifestantes se quejan. Están sedientos de justicia:

—¡¿Quién va a pagar?! —Ana arrastra cada palabra— ¿Quién va a dar? ¡Mirad! ¿Cuántos somos? ¡¿Cuántos so-

—Yo no estoy de acuerdo —se queja una vecina.

—¡Escuchame! ¿Cuántos son de tu escalera? ¡¿Quién ha dado la cara de tu escalera?!

—¡Pues de mi escalera somos tres! —Dice una mujer vestida con un plumífero blanco, un nórdico. Le enseña tres dedos muy juntos a Ana, un gesto que casi roza el insulto. A su lado, su vecina Teresa, le da un codazo. 

—¡¿Y el abogado que?!— dice Elisa, hija de Teresa.

—¡Mil doscientos euros, el abogado! ¡Y no queréis ni pagar nueve por las pancartas!— responde Ana gesticulando hacia las pancartas.

—¡Ni tú tampoco, no te jode!— contesta Elisa.


La manifestación se convierte en una procesión de berrinches que finalizará en la calle de Felipe de Paz. El tumulto metálico continúa. A este le acompaña algún que otro eco de los ‘’¡Mil-dos-cien-tos el a-bo-ga-do!’’ de Ana. Teresa, Elisa y la mujer-nórdico llevan una larga pancarta escrita en Comic Sans negrita, color burdeos en la que se lee ‘’NO A LAS MACROCOCINAS EN LES CORTS / NI AHORA NI EN UN AÑO NI NUNCA / ¡QUEREMOS LA CHIMENEA FUERA!’’. 

    El desfile llega a la calle Comandant Benítez con Felipe de Paz.

    ¡ELISAAA! ¡¡EEEELISAAAA!!

—¡ELISAAA! —Ana, que estaba en la retaguardia, empieza a adelantar a los abuelos como un rayito fucsia. En la vanguardia, ni se inmutan—. ¡LA PANCAAAARTA! —La avanzadilla se gira, confundida. Entonces se dan cuenta: delante, hay dos motos de la guardia urbana.

—¡Corred, plegad las pancartas! —grita Elisa. 

    Los octogenarios corren a ayudar y entre todos consiguen plegar todas las pancartas.

 

Silencio

    Nada de bocinas, nada de cuchillos y tenedores. Están a unos metros de su destino, así que deciden ir por separado, mirando de reojo a los agentes.


19:45. A mitad de la calle de Felipe de Paz, se encuentra el incentivo de la lucha vecinal. A la derecha hay una farmacia que asciende hacia uno de los bloques; a la izquierda otro edificio de nueve plantas, color granate. En frente un Consum y una superilla de cemento que los viernes por la noche se llena de chavales, cerveza y tabaco.


—Mira, ojalá tener una flecha con fuego, hacer ¡PUM! y adiós problemas —dice una mujer pintarrajeada mientras mira la chimenea y sus ojos brillan con odio. Lleva una mascarilla con rosas, a conjunto con su blusa floral y sus zapatos carmesí. 

—Hace unos días todo esto estaba abierto —esto lo dice Juan, con un acento andaluz al desuso. Señala el suelo de baldosas grises, recién puestas— Me asomé y unos cables… ¡Unos cables asín de grandes! —se agarra la muñeca con ímpetu. Con indignación aletea sus canosas y pobladas cejas. 


La chimenea, la causante de esta insurrección, está en un lateral, estructurada por un andamio, que se apoya en un edificio residencial. Desde abajo, parece una garrapata. Algunos especulan que Cooklane ha pagado el silencio de los vecinos de ese edificio. De todas maneras, vivir allí, es un suplicio: dos ventanas laterales están completamente tapadas por una de las cuatro paredes de la chimenea. Sobre ambos edificios se pueden vislumbrar varios sacos de cemento. Las obras continúan. Tras las ventanas tintadas de la nave se desdibujan campanas de acero inoxidable. Lydia informa que, hasta ahora, hay construidas unas cuarenta cocinas, pero la nave está preparada para que sean más de ciento veinte.

    Allí, delante del enemigo, tienen una última discusión. Ana y Lydia se quejan de la poca participación vecinal. Elisa dibuja un círculo con el índice y comenta la avanzada edad de los vecinos. Justo en ese momento, para apoyar su argumento, una vecina de la quinta planta del edificio derecho se asoma al balcón. Con su pelo blanquecino y su bata rosa al viento, mira la manifestación con apoyo y envidia. Está muy débil para esos trotes.


A las 20:10, una hora y media después de su inicio, se disuelve la congregación clandestina. Hace frío, y es la hora de cenar. Dentro de cinco minutos los vecinos de la calle de Felipe de Paz tienen programada, como cada semana de lunes a viernes, una cacerolada.


Les Corts no es el único barrio con una chimenea. A 1km, muy cerca de la parada de Collblanc, están construyendo otra. En Sant Martí, se encuentran en una lucha similar desde febrero. Han ganado el primer asalto: las licencias de obra se han suspendido. Pero la lucha continúa. Cooklane, puede encontrar otro vacío legal. O peor aún: que al ayuntamiento le interese darle un marco legal al modelo.          Lo último es lo que los vecinos ven más probable.

    Los vecinos se insurgen contra estas empresas porque les molestará el ruido, el olor. La contaminación y la grasa se filtrará en el aire de sus hogares, embadurnará sus ventanas, sus muebles, sus pulmones. Este modelo de negocio eclipsa el comercio de proximidad e incentiva unas condiciones de mercado poco legítimas. Los vecinos inician una lucha contra la burocracia: consecuentemente, contra el sistema.

        Esto es una rebelión vecinal. Es la defensa de los derechos a tener una vida tranquila, perturbados por una chimenea.










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