La morgue


Uno de los pasatiempos favoritos de Iris era leer libros de anatomía en la oscuridad de su salón. Este en concreto, era uno de los muchos a los que volvía constantemente, en día como este, después de una semana ajetreada. Acariciaba las hojas, en un ritmo constante y con cuidado, pues no quería romperlas. El libro tenía más de cien años. Recordaba cuando lo compró, en esa librería del centro de Barcelona que hacía cinco años que había cerrado para convertirse en una tienda de gadgets turísticos. Estaba forrado con piel de animal, el título grabado en tinta oscura con relieve, las hojas eran gruesas y amarillentas, la letra serigrafiada. Incluso las ilustraciones parecían hechas a mano. Nada que ver con los libros modernos. Aunque tampoco le importaba mucho consumir literatura moderna. En la mesilla de cristal que tenía enfrente estaba su libro digital, en la estantería a su lado toda la colección de la Saga Crepúsculo. Sonrió ligeramente al recordar la primera vez que leyó esa saga, en lo hilarante que le pareció.
    Iris hojeaba el libro y miraba los apuntes escritos en esa letra de una persona totalmente distinta, aunque, al fin y al cabo era ella misma, solo que mucho más joven. Y humana. O casi humana. Una marioneta. O lo que muchos conocían como ghoul. En el clan había muchos ghouls, y muchos morían así, sin trascender ni avanzar, siendo dependientes de sus señores. Iris en ese sentido se sentía agradecida con su sire, Eli Valls. Ella era una marioneta, sí, pero Eli vio su potencial desde el día en que se conocieron, cuando Iris no se hacía llamar Iris y era una pueblerina en una casa que se le hacía grande, escuálida y obsesionada con la muerte.
    Eso último, por lo menos, seguía igual.
    Era viernes, a primera hora de la tarde. El insomnio era un mal que le había torturado desde siempre, pero mucho más desde el abrazo. A Iris le costaba cerrar los ojos, hacía más de dos décadas que no dormía una noche seguida. Esa oscuridad creada por sus pupilas llenas de sangre negra le recordaban a otra oscuridad que anhelaba y, a su vez, le recordaba a gente que perdió en el pasado. Gente que no quería recordar y gente que llevaría en su corazón siempre. Gente que envidiaba… Iris suspiró y levantó la vista, dándose cuenta de que ya no estaba leyendo. En la mesita, al lado del dispositivo de lectura, había un cuaderno con letra descuidada y redonda: letra moderna, de esta que hacen los jóvenes de hoy en día. Era un examen de conceptos farmacológicos de su pupilo, Julio. En su clan era bastante común preparar a diferentes personas con intereses peculiares para ser ghouls o vampiros. Julio era hijo de la familia azteca Metztli. Hacía años que no tenía contacto con nadie de ese clan, pues algunos habían huido de Barcelona después de un incidente. El incidente… a Iris le dio un respingo en su negro corazón, dejó el libro con un golpe seco encima de la mesilla y empezó a andar por el salón con los brazos en la espalda. Últimamente a su mente le gustaba torturarle con imágenes del pasado. Se plantó delante de la ventana, que tenía unas gruesas cortinas de terciopelo negro. Se podía notar la calidez del sol. A veces pensaba que era tan fácil como abrir la cortina. Pero nunca había sido capaz. No anhelaba el sol, pero el sol le recordaba a alguien, como casi todo, cada día. Tocó la suave cortina que olía a polvo, cerró los ojos y sintió la picazón de la calidez solar y apartó los dedos cuando sonó el tono de su teléfono fijo.
    —¿No dijiste que me dejarías en paz?
    —Ultramort, Nando al aparato. Sí, lo siento. Traigo mercancía accidentada, no puedo esperar. ¿No te he despertado, no? —Nando era la nueva marioneta de Eli. A lo largo de los veintidós años que llevaba siendo vampira, Iris había visto a Eli descartar varios ghouls demasiado asustados con este mundo de tinieblas o, al contrario, demasiado obsesionados con la muerte, macabros. Nando era diferente: un hombre de unos cuarenta años, de estatura media, con hombros anchos y rapado al cero. Antes de que Eli lo encontrara con una sobredosis en un callejón y lo trajera a casa de Iris para ver si lo podía salvar, era un portero de discoteca que, de vez en cuando, vendía drogas. Parecía estar hecho para este mundo, aparentemente, porque llevaba ya tres años y Eli no se había hartado de él.
    —Eh, no. ¿Es de los nuestros?
    —Nop. Un cabo suelto de la Señora Valls. Estoy en cinco.
    —De acuerdo, Nando. Te abro.


Iris se dirigió a las escaleras que bajaban al garaje, pero no entró a este. En la puerta había una pequeña ventana con un protector de rayos UV. Iris dejó el dedo encima del interruptor que abría la puerta mecánica del garaje desde dentro y esperó a escuchar el motor del Jeep de Nando. Presionó el botón ligeramente y escuchó el ruido metálico y estruendoso. El coche negro con ventanas tintadas entró e Iris volvió a cerrar la puerta antes de entrar en el garaje. Nando había metido el coche marcha atrás y ya estaba descargando una bolsa doblada.
    —Dime que no está descuartizado.
    —Hola. No, que va. Aunque creo que he roto algún hueso al meterlo en el coche… —Nando dejó el cuerpo en la camilla de acero inoxidable e Iris la arrastró hasta la puerta metálica que había en el otro extremo del garaje. En esta había un símbolo: una calavera y una rosa. A Eli no le había hecho gracia que pusiera un símbolo tan personal, no tiene nada que ver con el Clan, le había dicho. Pero para Iris significaba todo lo que era y lo había acabado, pese a que una parte de ella quería borrarlo. Empezó a dirigirse de nuevo a la puerta de la escalera, para abrir a Nando de nuevo.
    —Eh, Utramort.
    —¿Sí?
    —Algunos iremos a tomar algo esta noche, ¿quieres venir? --Iris casi ahogó una carcajada. Ambos sabían que diría que no. Nando siempre había querido tener una amistad con ella, por lo menos un tipo de compromiso de compañeros, pero ella no tenía amigos. Nunca. Él lo sabía, pero muchos integrantes del clan se solían llevar bien, en general. Iris dijo que no con la cabeza y levantó la mano, a modo de despedida. El fortachón devolvió en gesto y levantó los hombros. Antes de abrir la puerta añadió:
    —No lo incineres. Mañana volveré a por él.
    —Vale.
    Iris miró por la ventana protectora cómo se iba el ghoul, el sol del atardecer rozando el negro del Jeep. Suspiró y cerró la puerta del garaje. Se dirigió a la puerta del símbolo con la camilla y el cadáver encima de esta.



La morgue, su morgue, era como su segunda casa. Iris arrastró la bolsa y la puso encima de la mesa central con un pequeño impulso, cayó con un sonido seco. Abrió la ruidosa cremallera de la bolsa y dejó que cayera hacia los lados. Cogió los guantes de látex —se los ponía por costumbre, pero realmente no los necesitaba—, cogió una bolsa, un tubo vacutainer, una aguja y una goma. Apretó el brazo de la víctima con la goma, esperó a que la vena fría se hinchara e inyectó la aguja. La bolsa empezó a llenarse de sangre vieja, casi marrón, ya. Miró el cadáver, cogió su grabadora.
    —Viernes, 3 de enero del año dos mil veinticinco. El sujeto es blanco, aparenta menos de treinta años. Por la forma del lóbulo, mandíbula y surcos nasolabiales aproximaría la edad a veintiocho años. Es rubio. —cogió unas pinzas y movió el pelo lacio, de dos dedos de largo— teñido. Originalmente parece castaño claro. Voy a extraer sangre para hacer un examen toxicológico. Tiene el torso limpio, probablemente por depilación. La causa de muerte aparente es una herida de bala en el pecho. —levantó el cuerpo y miró a la espalda—. No hay herida de salida. Procedo a abrir el cuerpo.
Iris cogió un bisturí e hizo la apertura en forma de cruz. Cogió una sierra eléctrica. Normalmente prefería la manual, pero tenía que parecer una autopsia actual. Con la sierra rompió costillas y esternón. 
    —Los órganos inferiores están intactos a primera vista. La herida se encuentra en el corazón, como se sospechaba inicialmente. Pero la bala quedó anclada en el esternón. —Iris cogió unas pinzas y recuperó la bala, sonó con un sonido metálico al dejarla en una bandeja. Empezó a cerrarla como pudo, por si a alguien se le ocurría mirar el cadáver. Aunque eso no solía pasar después de una autopsia. Siempre que no saliera otro cabo suelto. Pero ese no era su problema. Cerró el cuerpo, pausó la grabación y redactó el informe: causa de muerte: paro cardíaco. Se la envió a Eli por correo, cerró la bolsa del cadáver y lo puso en una de las neveras. Escribió sujeto 5245, lo recogen 04/01. Cogió la bolsa llena de sangre fría, la miró, tanteando con las manos. Tragó saliva, intentando aliviar la quemazón de su garganta. Pero, al ver que no se iba, soltó un resoplido y usó el tubo de la bolsa como pajita para bebérsela.



Cuando sonó su teléfono llevaba casi la mitad de la bolsa. La dejó en la nevera, junto a otras cinco bolsas de anteriores accidentes y miró quién llamaba: Eli V.
    —Hola Eli, justo he acabado ahora la autopsia, la tienes en el correo.
    —Perfecto, querida. La he visto, no te llamaba por eso.
    —¿Ah no?
    —Tengo un favor que pedirte —Dijo, tras un suspiro. Eli casi nunca llamaba para pedir favores. Iris ya hacía mucho con los trabajos extra en la morgue. Cuando era ghoul y los primeros años después del abrazo, sí que hacía más trabajo de campo, pero Eli comprendió muy rápido que Iris era muchísimo más útil encerrada en esa habitación de acero inoxidable y fluorescentes. Iris intentó que no se notara su desgana, pero no pudo evitar el tono serio.
    —Dime.
    —Este domingo tendrás que ir a Razz Matazz. A las diez.
    —¿A la Razz? ¿No puede ir Nando? Creo que él se moverá mejor por ese tipo de ambiente.
    —No, querida. Esta es una de esas misiones especiales de, quizá, una sola vez en tu larga vida. Me lo ha pedido personalmente el príncipe de Barcelona. No hay excusas, no hay chantajes ni pactos. —Iris tenía más preguntas y dudas todavía, pero no podía hacer nada más que acceder.
    —De acuerdo, allí estaré.


Dibujo digital de una chica pálida con el pelo oscuro, unas ojeras pronunciadas y una boca curva hacia abajo.

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