El último día
Necesitaba tomar el aire. Salir de allí. Implosionar. Algo. Olía a moho, a humanidad. A aire reciclado. ¿Cuánto haría que no limpiaban los filtros? Me picaba la nariz. Pero eso no era lo peor: la gente gritaba. Gritaba hasta rasgarse las gargantas. Golpeaba las mesas de la oficina. Tiraban el material al suelo. Se pegaban, se arrepentían, se abrazaban. Eso es lo que pasa cuando se está acabando el mundo, supuse. Pero yo solo quería seguir mi rutina. Otras personas lo habían dejado todo, se habían ido a casa de sus padres, habían quedado con sus amistades y se habían ido de fiesta. Hacía semanas que habían empezado los motines. ¿Qué mas daba ya? Incluso había visto algunos policías unirse al caos esa misma mañana, cuando estaba yendo al trabajo.
¿Y por qué cojones había decidido yo ir al trabajo? Pues no lo sé. Pero no había sido la única persona. Incluso había saludado al entrar al vigilante de seguridad, algo que hacía forzosamente. No me había devuelto el saludo, simplemente había levantado la vista del monitor. La mirada vacía. La mirada de impotencia. Yo había disimulado, subí al ascensor. ¡Incluso había intentado entablar una conversación con un hombre que se encontraba dentro, que se golpeaba la cabeza contra el espejo a un ritmo frenético! Reprimí una carcajada. Incluso cuando ya nada tenía sentido, necesitaba seguir esa rutina. Incluso en ese momento me daba miedo romper las normas. Un estruendo me despertó de mi ensoñación. Alguien había tirado un monitor al suelo, y este había arrastrado montones de papeles, que se habían deslizado y desparramado por la moqueta. Encima de la mesa había dos persona morreándose. De hecho, no eran los únicos. Habían empezado a tirar las ropas al suelo. Genial. Esa fue mi señal: debía irme. Este no podía ser mi último día.
Cogí mis cosas. Me levanté e intenté ir a la gran terraza del edificio, pero vi a alguien subido al borde, mirando hacia abajo tentativamente. Di media vuelta rápidamente reprimiendo el hipo y bajé del edificio por las escaleras. Tenía ocho pisos para encontrar mi destino perfecto. Pero ya en el vestíbulo del séptimo resonaba el bajo de una música estridente y olía a alcohol dulce y a sudor. Habían decidido montar una gran fiesta. En el sexto se oían sollozos. Asomé la cabeza y me encontré a mucha gente abrazándose entre sí. Gente apoyándose en el hombro, con las manos temblorosas. Aparté la vista rápido, antes de sentir algo. En la quinta planta también me asomé al pasar y no notar ni un ruido. Era un maldito club de lectura. Había una veintena de personas con un libro entre las manos, unas apoyadas sobre otras, sentadas en la moqueta mullida, con el rostro tranquilo y decidido. En la cuarta planta la gente seguía trabajando: todo el mundo estaba frente a un ordenador, incluso un hombre atendía una llamada. Entré con la esperanza de encontrar normalidad, pero no tardé en darme cuenta de que allí pasaba de todo menos lo normal: las pantallas estaban apagadas. Una mujer garabateaba frenéticamente en su libreta. Y la persona que estaba llamando soltaba palabras vacías, inventadas. Levantó la mirada y le brillaba con furia, como si todo fuese mi culpa. Me fui medio corriendo, sin mirar atrás, sintiendo como me perseguía gritando palabras inconexas. En la tercera planta había un gran banquete de pastas, comida de las máquinas expendedoras y cubos llenos de café de máquina. Hablaban entre ellos con las bocas llenas de comida, sobresaliéndose por las comisuras. Salí de allí emitiendo un ruido ahogado de exasperación. La segunda planta era la culminación de lo que estaba empezando en la octava: cuerpos desnudos, entrelazados. Algunos dormidos, otros moviéndose frenéticamente. Bajé a la primera. Antes de entrar olí el óxido. El óxido malo, de muerte. Ni me quise asomar. Solo me quedaba el exterior. Que, en realidad, era lo que quería hacer desde el principio, pero temía lo definitiva que era esa decisión.
Con el aliento tembloroso, salí del edificio. El vigilante ya no estaba. Me puse las gafas de sol empecé a caminar sin mirar la dirección. En medio de la carretera había gente tumbada, gente charlando, tomando el sol. Su último sol. Había personas gritando y llorando desesperadamente, pero esas no las miré mucho. Había gente con fajos de billetes, tirándolos al aire, repartiéndolos. Una chica cogió un billete de doscientos y empezó a hondearlo al aire ante su amiga, dio vueltas con el billete en la mano, como si ese trozo de papel que ahora no tenía valor solucionara todos sus problemas. Suspiré y seguí caminando. Me despojé de aquello que me molestaba: los zapatos de tacón que remarcaban todo lo que yo no era, las medias, la chaqueta, el bolso. Los fui tirando a medida que avanzaba. Me arremangué la camisa y deshice dos botones para que entrara el aire. Había empezado una cuesta. Miré hacia arriba y entendí hacia dónde me dirigía: la montaña. Esta rodeaba la ciudad, era picuda y gris. Tardé dos horas más en llegar a la parte más alta a la que se podía acceder a pie. Detrás tenía un acantilado. Podría tirarme, pensé. Miré el borde, me acerqué al final de todo. Mis dedos se doblaron en la piedra, noté el afilado final en la planta de los pies, tentándome. Me incliné hacia adelante, pero... no sentí nada. Así que suspiré y me di la vuelta, hacia la ciudad.
Encontré una roca plana y cómoda para sentarme y desde esta vi como la ciudad se iba iluminando en algunos puntos con un fuego rebelde. Incluso veía las pequeñas explosiones. Parecían pequeños fuegos artificiales terrestres. Quizá en ese momento, en el final de todo, la violencia podía convertirse en algo bonito. No se oían sirenas. Hacía días que ya no se oían. Nadie apagaría ese fuego. Nadie nos salvaría.
Vi como bajaba el sol, lentamente. Me despedí de él con un asentimiento lento. Lo miré a tras las gafas primero, pero luego me las quité. Dejé que el dolor de la luz atravesara mis córneas. Un pinchazo. Mis ojos reaccionaron produciendo lágrimas. Se me empezó a formar un nudo en el pecho y, antes de que me diese cuenta de lo que estaba pasando, ya estaba llorando. Primero en silencio, pero luego me dejé llevar como cuando era joven: con gritos, hipos, mocos líquidos, la cara roja y lagrimones. Por eso no le vi llegar hasta que no se sentó a mi lado. Pegué un respingo y le miré. Tenía un rostro arrugado, el pelo cano y corto, cejas pobladas y blancas y una nariz grande y roja, con los poros dilatados. Me sonreía sin dientes. Entonces le miré a los ojos y dejé de gimotear. Tenía el centro oscuro, más allá de la pupila —que en el ojo derecho tenía forma de luna menguante—. Era un gris oscuro, casi negro. Alrededor, se concentraba una amalgama de colores. Un universo de colores. Se inclinó hacia mí y tardé unos segundos en ver que me ofrecía un pañuelo de papel. Lo cogí tras un hipo ansioso.
—Gracias.
—En nada empezará. El fin, me refiero. Veo que hemos tenido la misma idea —señaló al horizonte y entonces vi a lo que se refería.
—Yo no...
—Ah, no te preocupes. Si prefieres soledad, me busco otro mirador. ¡Pero bueno! Te están sangrando los pies. Aunque, bueno, tienes razón. Ya no vale la pena. Y mira que elegante vas. ¿Vienes de las oficinas? —asentí y soltó una carcajada— Es que cuesta creer, ¿Verdad? Que esto se acaba. ¿Te da pena?
Antes de contestar inhalé y me salió una respiración ahogada, entrecortada. Mi acompañante me miraba con paciencia, arqueando las cejas. En ese momento me parecían dos gusanos blancos. Pero luego volví a mirarle los ojos. Esos ojos que dolían. Esos ojos me decían que era importante responderle.
—Yo... no lo sé. Quizá... deberíamos haber hecho algo. O quizá no deberíamos haber...
—Ya, ya. Los seres humanos y su curiosidad. ¡Mira! Ya empieza.
Y allí, en el horizonte, se oyó un gran estruendo. Un agujero, un hueco oscuro. Un estallido en el cielo, un tronar sublime. Luego una luz rojiza. Pero no era el sol. El sol había desaparecido. El mar empezó a retroceder. A volverse negro. Me tembló todo el cuerpo. Le agarré la mano a esa extraña y anciana persona. Sentí un pinchazo en el codo. Me volvía a mirar. Y entonces tuve mucho miedo.
—¡Es injusto! ¡No tengo ni treinta años! ¡No he conocido el amor! ¡No nos lo merecemos! No... ¿Podemos hacer algo? ¡Hay algo... algo que podamos hacer!
Se volvió a inclinar hacia mí. Había alzado la voz pues se había levantado un fuerte viento electrizado. Nos quedamos así unos minutos. Soltaba una suave risotada y llegaba su aliento rancio. Luego miró al frente y repetí su gesto. Una gran ola de agua negra se estaba levantando, en pocos minutos engulliría la ciudad. Ya, desde las decenas de quilómetros a los que se encontraba, podía ver que era más alta que la montaña. La humedad me golpeaba la cara y se entremezclaba con mis lágrimas calientes. Me apretó la mano y volví a sentir una punzada. Cerré los ojos y vi una imagen que no acabé de comprender. Una persona o un lugar, no lo tenía muy claro.
—Si, hay algo. Puedes hacer algo. Y no, no lo es. No es justo. Si algo... si alguien te diese una oportunidad de empezar de cero, ¿la aceptarías? —Miré ese rostro a punto de soltar una carcajada, pero me topé con una seriedad tan intensa que me hizo replantearme lo que me estaba diciendo. Entonces miré esos ojos. Otra vez. Se oyó un gran estallido de agua. Miré hacia la ciudad: la gran ola empezaba a destruir el puerto.
—Creo... creo que sí.
—Entonces ven conmigo. —Empezó a caer una lluvia tan intensa que cada gota que chocaba contra mi cuerpo me empujaba un poco más hacia abajo. Miré la ola. Ya estaba a punto de tirar abajo el edificio dónde trabajaba. Una mano anciana se posó en mi hombro.
—¡Estamos a punto de-
Y entonces, silencio.
Todo había acabado.
Oscuridad. Me rodeaba un aire cálido y acogedor. Mis pies desnudos tocaban una superficie lisa y porosa y se oía el eco de una pequeña cascada de agua en la lejanía. Tardé unos minutos en darme cuenta de que seguía notando esa mano extraña en mi hombro. Que seguía... sintiendo. Pero estaba todo tan oscuro...
—Puedes abrir los ojos—Un eco reverberó su voz. En ese momento me di cuenta que la voz no coincidía con el rostro. Era solemne, sabia. Sonaba... importante. Abrí los ojos lentamente. Estábamos en unas extrañas cuevas y nos rodeaban algunas cámaras de agua. Una tenue luz lo inundaba todo. Busqué de dónde procedía y vi que venía del agua. Me la quedé mirando, sin acabar de entender. Era de un color extraño, un poco opaco y de un tono violáceo. Mi acompañante miraba al frente, a la cámara de agua más grande, que se extendía hacia el fondo de la cueva. Su rostro había cambiado. Era más joven, más jovial. Pero mantenía los mismos extraños ojos, llenos de universos. Entonces algo golpeó la cueva y se movió todo. Cayeron estalactitas moradas, pero no en el agua. Nunca en el agua. Algunas paredes débiles, de piedra roída cedieron.
—Estamos dentro de la montaña. ¿Sabías que era un volcán? No te preocupes, ahora es otra cosa. Ve, te están esperando. No tardes mucho. En el agua estaréis a salvo. Venga, ve...
Me puso la mano en la espalda y me empujó ligeramente. Entonces miré al frente, a la cámara de agua más grande. Parecía una gran piscina natural. En esta había cinco personas tumbadas boca arriba, flotando. Tenían los ojos abiertos, con la mirada opaca.
—¿Están...? —pregunté sin girarme.
—A salvo. Como lo estarás tú cuando entres. Venga, quedan segundos para el final
Me acerqué al borde. Mis pies rozaron el agua desbordada por el estruendo y un escalofrío doloroso me recorrió el cuerpo. Miré hacia atrás y vi que no había nadie. Entonces se oyó otro gran tumulto y las paredes empezaron a ceder. Antes de que me aplastaran me tiré al agua. Mi cuerpo se colocó solo boca arriba. No tuve que hacer ningún esfuerzo en seguir flotando, era como si el agua quisiera que mi cuerpo estuviese en esa posición. Las paredes cedieron, la montaña se abrió en dos y ya solo quedaba el agua. Pero no llegó a entrar: el agua negra del mar evitaba el agua púrpura en la que me encontraba. Se formó una extraña cúpula de agua semitransparente que corría a velocidades vertiginosas unos metros por encima de mi cuerpo. Estaba a salvo, de verdad estaba a salvo. Pero dolía. Dolía mucho. Dolía tanto que empecé a perder la consciencia. Veía puntos oscuros. A veces de colores. Pero aguanté hasta que paró de pasar agua, hasta que pararon de pasar coches, edificios y cuerpos flotando a toda velocidad. Lo último que vi fue la gran luna cálida. Tenía un color ámbar y me dijo que podía descansar. Le sonreí. Entonces cerré los ojos y me fui.

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