Tocar la trompeta



A continuación vais a leer un relato de navidad. Sí, habéis leído bien. Estamos en agosto, lo sé. Pero, rebuscando en mi drive, me he encontrado con este relato que escribí allá por el 2021. Fue la primera navidad que no fui a casa de mis abuelos. Me salió la oportunidad de escribir un relato navideño y esto fue lo que salió de mis entrañas. Entonces ya hacía dos años que mi abuelo se había ido, pero todavía lo tenía muy presente. Bueno, todavía lo tengo presente. Todavía lo echo de menos... y creo que este relato lo retrata muy bien.

Abuelo, esto va para ti:

***

Esto no parece Navidad. Estaban sentados en el sofá, contemplando las brasas de la chimenea: el padre, la madre, el perro y la hija. La habitación, pintada por ellos mismos de un color verde pistacho ocho años atrás, era más bien estrecha, lo suficiente como para que cupiera un sofá en forma de ele que abrazaba la boca de la chimenea. Esta última se encontraba en la esquina sobrante del habitáculo. Al otro lado, a la izquierda, había una jaula con dos periquitos los cuales llenaban el silencio con una estridente melodía. Era una escena familiar, sí, esto no era la Navidad. El perro, un Yorkshire Terrier de dos kilos, subió al regazo de la madre y tras dar tres vueltas sobre sí mismo se tumbó con un suspiro. En pocos segundos, empezó a roncar sonoramente. La joven le acarició el pellejo. Qué mayor que está ya.
    Esto no es Navidad, aquí no: Navidad era coger el coche, conducir durante diez horas y llegar a un pequeño pueblo de la meseta española, donde, desde siempre, esperaban los abuelos. Cuando llegaban, después de aparcar y, sentadas en el coche, la madre miraba a la joven con ilusión en los ojos y le decía: “vuelvo a casa por Navidad, como el anuncio”. Después, a la joven le gustaba mirar hacia arriba, hacia la ventana del 1ºB para ver si los abuelos estaban asomados en ella. Y siempre estaban allí, escondidos tras sus propias siluetas, esperando a que llegaran su hija y su nieta, deseando pasar juntos unos diez días: siempre desde Nochebuena a Año Nuevo; casi nunca más de Reyes.
    Eso era la Navidad: las comidas saturadas por el bullicio de las conversaciones, la ilusión de despertarse cada mañana y mirar por la ventana del salón para ver si había nevado, los paseos por los caminos áridos, los saludos y comentarios con ese acento meseteño, que pretendía ubicarla en una familia específica: “hija de’’, “nieta de’’, “prima de’’, ‘’sobrina de’’...
    El piso de los abuelos era antiguo y muy, muy amplio. Este se encontraba a las afueras del pueblo, y era “de esos que ya no se ven’’: cuatro habitaciones, dos baños, una cocina y dos salones —el grande y el chico—. El piso se repartía por un largo y estrecho pasillo que finalizaba, tras un pequeño giro hacia la derecha, en la habitación principal. Era cálido, luminoso y acogedor. Estaba decorado con la experiencia y el ahorro: un brasero en el salón y la cabeza disecada de un jabalí que cazó un hermano del abuelo. Un reloj que intentaba ser de cuerda y que tocaba cuando le daba la gana y varios cuadros pintados por varios miembros de la familia. Muebles de madera de roble barnizada y paredes de gotelé.
    Por las mañanas, la joven era de las primeras en levantarse: normalmente cogía un libro y se iba al salón grande a leer, antes de que se despertara el resto de la familia y empezara el bullicio. Entonces venía el abuelo, cascarrabias por naturaleza. Unas décadas atrás sufrió un accidente laboral que le fracturó una de las pupilas dejándole una luna menguante en el ojo izquierdo. Sus ojos: una luna llena y una luna menguante, eran grisáceos y serios, pensativos, pero también tenían destellos de ironía que se traducían en pequeñas pecas dentro de sus iris. Su cara alargada aguantaba una nariz y unas orejas predominantes: las últimas, con los años, se iban apagando, poco a poco.
    El abuelo pasaba por delante de la joven arrastrando sonoramente las zapatillas de estar por casa con los largos brazos a la espalda, se acercaba a la ventana y miraba a la calle, pensativo. Tras unos minutos empezaba a, como decían, “tocar la trompeta’’. Siempre lo había hecho, incluso cuando la nieta no estaba y la madre era pequeña. Era una parte más de su rutina mañanera.
    —¿Suerte que no huelen, eh, abuelo? —. Decía la nieta riéndose tras el libro.
    Él no decía nada: simplemente seguía mirando por la ventana con una sonrisa burlona. Luego ella se iba a desayunar y dejaba el libro sobre la mesa, a sabiendas de que su abuelo lo cogería y empezaría a leerlo hasta quedarse adormilado. Pasados unos minutos, venía la abuela, una mujer muy menuda, muy callada y pensativa, con algunos toques de humor, preocupación y nerviosismo. Su cara era cuadrada y pequeña, casi fina: como su cabello, siempre peinado. Le gustaba arreglarse y se cosía su propia ropa: zapatos de tacón, traje chaqueta y pintalabios rojo. “De joven para presumir; de vieja para no espantar’’, solía decir. La abuela, al encontrar a su marido dormido, con las gafas apoyadas en el puente de la nariz y el libro en el regazo, se acercaba y le daba un toque en el hombro.
    —¡Que luego te costará dormir, hombre!
    El abuelo, le contestaba murmurando algo a regañadientes, después volvía a coger el libro e intentaba volver a leerlo: pero siempre se volvía a dormir.


Nochevieja era la última celebración que pasaban juntos: el resto de familia —el tío, hermano de la madre, su mujer y el primo, que venían de Canarias— se había ido y se quedaban madre e hija y los abuelos solos. Se sentaban delante de la televisión esperando a que dieran las campanadas, la madre repartía doce uvas por cabeza unos diez minutos antes. La nieta siempre reñía al abuelo porque empezaba a comerse las uvas antes de tiempo. “¡Abuelo, que eso da mala suerte!’’, le decía, el abuelo, impasible, levantaba los hombros y seguía comiendo. “Total, para lo que me queda… probablemente este será mi último año ya’’, decía luego, “qué más da’’. Pero al año siguiente volvía a estar allí, sentado en el sofá, más sordo que el anterior, comiéndose las uvas antes de tiempo. Y al siguiente, al siguiente, al siguiente… 

Hasta que, un año, finalmente acertó y fueron sus últimas uvas.

El año acababa: igual que las vacaciones de madre e hija en el pueblo meseteño. Les esperaba un largo viaje de diez horas de vuelta a casa: la vuelta era agridulce, se veía inundada por la nostalgia, pero “está bien volver a la rutina, volver a casa’’, solía decir la madre, tras un suspiro nostálgico.
    El fuego se estaba apagando ya. La madre y el padre hacía rato que se habían ido al salón, a ver la televisión. La joven seguía mirando las moribundas brasas, pensando en el lugar en el que no estaba, pero apreciando, desde la melancolía, cada momento que estaba viviendo. Suspiró, se levantó y se dirigió hacia el comedor, con sus padres.
    
El año siguiente, por Navidad, volverían al pueblo. Volverían a encontrarse con esas personas con acento meseteño, volverían a ver a la menuda y frágil abuela, sus intensas reflexiones, sus zapatos de tacón y su pintalabios rojo. A la madre volverían a brillarle los ojos de la ilusión y diría: “¡como en el anuncio, he vuelto a casa por Navidad!’’. La joven volvería a levantarse la primera de todos, coger un libro y sentarse en el salón grande. Nadie tocaría la trompeta esta vez, o sí: a lo mejor ella la tocaría, en honor a su abuelo. Y también en su honor y, como de costumbre, dejaría el libro encima de la mesa y se iría, con el resto, a desayunar.

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