Principios (y finales)

Un día (para nada aleatorio y hace ya la friolera de una década) me encontraba en la biblioteca de estudios clásicos de la universidad. En aquél entonces era un anexo de metal que guardaba una variedad de libros que hablaban de nuestro pasado. No sé porque me gustaba ir a estudiar allí: quizá es porque, como era tan horrible (por lo menos por fuera), casi siempre estaba medio vacía. Pues allí, en esa cabaña hecha de chapas de metal, leí sobre la ciclicidad y, por fin, la entendí. No sé si fue por lo que me rodeaba: griegos, romanos, son todos humanos. O quizá porque me lo habían repetido tantas veces durante la carrera, que era inevitable darme cuenta. Pero no es muy difícil darse cuenta de que sí: el tiempo es cíclico.

Spiral Head. Pavel Tchelitchew, 1950


Mirad la ropa. O sea, no tengo mucha idea de moda, pero cuando yo era adolescente se llevaba la ropa de los sesenta. Luego de los ochenta, de los noventa. Ahora estamos en el momento en el que confluye —y ha vuelto— la moda de los dosmil: de principios hace unos años y últimamente la misma que llevaba yo cuando era adolescente. Una locura. Y es que antes, hace unos años, quizá no se notaba tanto. Pero es que hoy en día todo se está precipitando, sobreproduciendo, sobreinformando. Rozamos el surrealismo. En este precipicio del todo, yo solo puedo pensar en la autenticidad.

La autenticidad —la originalidad, lo que sea—, es algo a lo que le llevo dando muchas vueltas desde siempre: quizá es porque siempre me he sentido un poco diferente al resto y he intentado ser una persona más sin conseguirlo, quizá porque también he intentado luchar contra las barreras de esa invisibilidad autoimpuesta, he querido gritar muchas veces ¡Pero es que yo soy así! Y creo que, en general, es algo muy humano, el querer hacer algo nuevo (siempre que lo hagas desde la humildad y sin esperar nada a cambio, entonces ya lo estás desvirtuando), pero es muy difícil encontrar una autenticidad en un mundo en el que nada tiene sentido, en el que todo tiene que servir para algo.

Ah, el capitalismo tardío. O el realismo capitalista, como lo bautizó Mark Fisher. Empecé a leerme el libro hace un par de años y no lo pude acabar. De hecho lo perdí durante un tiempo: paradójicamente intenté llevármelo al trabajo, no pude leer por el cansancio y se quedó olvidado dentro de la mochila. Luego lo volví a encontrar, cuando más lo necesitaba. Recuerdo leerlo, recuerdo entrar en esa espiral en la que entras cuando rompes estructuras, deconstruyes, recuerdo leer y pensar que ya lo sabía, pero no sabía ni por dónde empezar: cómo ordenar mis ideas, cómo hacer algo desde mi individualidad.

Y esto es de lo que quería hablar: vivimos en un tiempo que da miedo. Y si no lo ves, es que no estás muy pendiente de la actualidad. Y lo fuerte es que hace veinte años, hace setenta, hace cien, pasó algo muy similar. Ahí se demuestra: la ciclicidad. Pero lo bueno de los ciclos, es que no giran sobre sí mismos: son centrífugos, como la lavadora. Huyen del presente, van hacia adelante. Es lo mismo, pero no lo es. Los pantalones de campana y de tiro bajo no son una obligatoriedad: los llevo porque quiero, pero también me puedo poner unos pantalones de tiro alto y anchos y no pasa nada.

Principios: no en el sentido de comenzar, si no, aquellas ideas nucleares que determinan tu moral. Esto para mí es importante. Y es desde dónde creo que se puede hacer algo. Por eso me cuesta juntarme con aquellas personas que, no es que no los compartan, si no que son totalmente contrarios: de ahí los finales. Principios y finales: me gusta este juego de palabras y, a partir de este ha salido lo que estás leyendo.

No sé cómo podemos arreglar el presente, no sé cómo tomármelo, pero, de momento, solo os puedo decir que bebáis agua, que no salgáis —si podéis— con este calor de crisis climática y que leáis mucho.

***


El mundo está muy mal, pero hay una pequeña esperanza: la existencia de los gatetes. Como me he puesto con la intensidad a tope, os voy a compensar con fotos de mis michijes!!!

Hades —tiene tres mesecillos y es el pequeñajo—
 
¡Percha y Odi!



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